domingo, 29 de enero de 2012

Seres humanos

Con El común de los mortales (Barcelona, Tusquets, 2011), Jorge Riechmann vuelve a entablar un diálogo fragmentario e intertextual con todos los seres vivos que habitan un maltrecho planeta llamado Tierra. Dividido externamente en cuatro secciones, pero recorrido por un único impulso de escritura, el libro muestra los compromisos de un poeta que no se complace en el dogmatismo de las respuestas, sino que aspira a la concienzuda indagación en dudas metódicas y retóricas. Cuando pocas cosas nos parecen imprescindibles, cabe celebrar la publicación de una obra a la que se le puede aplicar sin rubor ni ditirambo el adjetivo de necesaria: necesaria para pensar sobre lo que se nos da por hecho y necesaria para determinar el espacio singular que ocupa Riechmann en un panorama en el que abundan los lugares comunes.

El primer apartado de libro («Cuaderno de campo») resalta desde el mismo título su condición de obra en marcha. El horizonte de expectativas contemporáneo se concibe como una autoexpulsión del paraíso; una caída en la que no intervienen agentes externos a la propia voluntad humana. Con la precaria ayuda de la linterna de Diógenes, Riechmann ilumina las huellas de una civilización que avanza desde la indiferencia hacia el vacío. Frente a la tentación del abismo, el autor contempla su ser ahí como una cuestión de vínculos: los que unen el oficio de vivir y la vocación de escribir, el lenguaje y el mundo. La reflexión sobre la falsa ingenuidad de las palabras cristaliza en breves poéticas que se preguntan por la función de designar lo real, a medio camino entre el testimonio y la utopía: «Escribir lo que somos / lo que no somos / lo que hubiéramos sido / lo que ya nunca seremos // lo que podríamos ser». También los trabajos de amor reclaman su territorio en las páginas de este work in progress, entre el enigma de la contigüidad y el milagro de la contingencia .

La segunda sección, «Recostados contra la cal blanca», se presenta como un ars moriendi: un aprendizaje de la muerte traspasado por la conciencia de la caducidad. Riechmann propone la compañía —la auténtica compasión hacia el otro— como la única escapatoria ante una sociedad empeñada en cancelar artificialmente el tópico que equipara las generaciones humanas con las hojas del árbol. El sueño de la inmortalidad se alía con los trampantojos de la economía en «Mil cosas que hay que comprender antes de morir», una sátira financiera no exenta de desolada amargura.

La tercera sección, «Las sienes mojadas», ofrece el diagnóstico de la «cultura de la satisfacción»: una insaciable fiebre por encadenar la libertad del individuo a los mitos y ritos del consumo. La desnaturalización del hombre tiene su contrapartida en la humanización de una naturaleza amenazada por el ecocidio. La búsqueda de un equilibrio que evite la rendición incondicional al catastrofismo se ejemplifica en «Primero de mayo de 2010», homenaje actualizado a Miguel Hernández, o en la serie dedicada a «La lógica cultural del capitalismo tardío», que glosa el rótulo de un ensayo de Fredric Jameson para denunciar el cinismo de quienes celebran un apocalipsis anunciado.

El último apartado, «El que pierde su nombre», se adentra en el recinto de la identidad y en las tecnologías de un yo que expande su dominio pronominal hacia los demás sujetos. La fuga de la cárcel del egotismo puede desembocar en la figura de la alteridad («una maleta llena de libros / de un tipo llamado Jorge Riechmann») o en una subjetividad escindida. Sin embargo, solo la asunción de ese carácter transitorio permite insubordinarse ante las desigualdades, construir un sentido transitivo o abrir la puerta que conduce al deslumbramiento. El volumen se cierra con un «Final» que es también el inventario de un patrimonio colectivo.

En definitiva, El común de los mortales proporciona el placer del reencuentro con una de las miradas más abarcadoras y una de las voces mejor moduladas de la poesía actual. Habrá quien le achaque a este libro espléndido cierta propensión a un didactismo ingenuo. No obstante, la aparente ingenuidad de Riechmann es la máscara irónica que adopta una sabiduría que no se cansa de repetir las verdades más obvias para los oídos más tercos.

(Publicado en el suplemento “Arte y Letras” del diario Información, el 26 de enero de 2012)

domingo, 22 de enero de 2012

Contraluces de la ciudad (crónica hiperrealista)

Sí, yo también estuve en Frisco y fui moderadamente dichoso. Fotografié a unos leones marinos inodoros e insípidos. Me perdí entre la marabunta de Chinatown en la hora punta del Año Nuevo, aunque no vi al dragón, posiblemente almacenado en la alacena de un supermercado o servido con salsa barbacoa junto a abundantes raciones de chop suey. Entendí la soledad de los corredores de fondo, la enajenada razón de los sintecho y la falsificación del melting pot, ese tarro de golosinas global que se basa en espacios compartimentados a la medida de una perspectiva euclidiana. Descubrí el hiperrealismo de Robert Bechtler en el SFMoMa. Atravesé los escaparates humanos de Broadway y posé en la puerta de la librería Citylights, donde compré un libro de Kenneth Rethrox y otro de Lawrence Ferlinghetti. En el de Ferlinghetti, el fundador de Citylights lamentaba la paulatina transformación de la ciudad en un parque temático. Enfrente de la librería hay un Museo Beat donde cuelga, a modo de banderola, la archiconocida foto de Kerouac y Cassidy. Y en la propia Citylights se pueden comprar postales, carteles y baberos con un “Howl” impreso en letras temblorosas. Para rematar esta apresurada crónica, ahí va la traducción de los diecisiete mejores consejos (a mi entender) que Ferlinghetti incluye en “Desafíos a los jóvenes poetas”:


 
Inventa un nuevo lenguaje que cualquiera pueda entender.
Sube a la Estatua de la Libertad.
Aspira a lo inalcanzable.
Baila con lobos y cuenta las estrellas, sobre todo las que no puedas ver.
Sé ingenuo e inocente, como si acabaras de aterrizar sobre la tierra (sin duda lo has hecho, sin duda todos lo hemos hecho) asombrado por lo que has visto en tu caída.
Lee entre las líneas del discurso humano.
Piensa subjetivamente, escribe objetivamente.
No asistas a talleres de poesía, pero, si lo haces, no aprendas el cómo, sino el qué (aquello de lo que vale la pena escribir).
Resiste mucho, obedece poco.
Libera secretamente a todos los seres que veas en una jaula.
Escribe poemas cortos con la voz de los pájaros. Haz de tu música verdadera poesía. El canto de los pájaros no suena como el ruido de las máquinas. Dale alas a tu poema para que ascienda a la copa de de los árboles.
Recuérdalo todo, no lo olvides.
Trabaja en una frontera, si puedes encontrar alguna libre.
Asóciate con poetas pensantes. No son tan fáciles de encontrar.
Comprométete con algo que no sea contigo. Puedes ser militante o estático.
Ser poeta a los dieciséis años significa tener dieciséis años. Ser poeta a los 40 significa ser poeta. Intenta ser ambos.
Que tengas un buen día.

martes, 10 de enero de 2012

Casi una experiencia religiosa

Un templo del saber. Con eso debió de soñar el patricio que promovió la ascética arquitectura de la Universidad de Stanford. Pero como el hombre solo dispone, y el tiempo es un pésimo gestor de las disposiciones ajenas, hoy el campus se diría más bien el delirio Foster Kane de un político valenciano: un Xanadú de puro cartón piedra y románico de pacotilla escoltado por algunas esculturas de Rodin (estas, sí, del mismísimo y reflexivo Auguste). Los cantos rodados de gomaespuma (o neopreno o poliuretano), las estatuas rodinescas y las zonas ajardinadas por las que retozan ardillas y estudiantes generan un panorama harto heterogéneo, polícromo y giratorio. Pero hoy quería centrarme en la Memorial Church, de un estilo Taüll vintage, para que me entiendan los políticos valencianos y los diseñadores de interiores. La Memorial es el epicentro, el ojo omnímodo, la aguja catedralicia que señala el norte en la brújula del campus. Así que allí fuimos, con el ánimo contrito y proclives al recogimiento espiritual. En la puerta, un individuo avisaba de algo a los transeúntes, así que nos avisó de algo. Por las gafas de montura de carey y la prolija gesticulación, extraña en estos lares, descarté que se tratara de un pastor luterano. Dijo, con acento cantarín, que en el interior de la iglesia se estaban celebrando pruebas de sonido. Como mi oído aún no se ha aclimatado a ciertas expresiones, pensé que tal vez se trataría un ensayo del coro universitario o de una misa de difuntos, con su lúgubre gorigori. Pero no. Eran, exactamente, pruebas de sonido. El párroco-profesor miraba al monaguillo-doctorando, el monaguillo-doctorando presionaba una tecla de su portátil, y una burbujeante catarata de sonido achampañado se expandía por las alturas celestes. Al poco, se repetía la operación con el mismo sonido vibrátil y sibilante. Los visitantes del templo no nos atrevíamos a respirar. Cuando la performance se repitió por tercera, cuarta, quinta vez, los ánimos se fueron relajando. Y allí los dejamos, ensayando sus pruebas de sonido. Es lo más parecido a una experiencia mística que he tenido jamás.

viernes, 6 de enero de 2012

A vista de squirrel

Cuando viajo, suelo sentir una afinidad inmediata con algún bicho que parece ver la realidad con el mismo asombro extrañado con el que la percibo yo. Ignoro qué diría Freud al respecto, aunque prefiero no imaginarlo. Sí sé, en cambio, que Raffaella Carrà lo habría resumido, con escepticismo comparatista, en la hipótesis si fuera un roedor... En estas vastedades cartesianas, salpicadas de verdes eucaliptos, no me cabe duda de que mi álter ego animal se denomina squirrel: reducirlo a 'ardilla' me parece una truculencia innecesaria. En la palabra squirrel está condensada la sinuosidad escurridiza de esas criaturas que trepan a las ramas de los árboles con inusitada premura, se emboscan en los matorrales para asustar a quienes hacen footing y exhiben su variedad saltarina ante el flash de los turistas. A diferencia de lo que tantas veces se ha dicho, sus pasos no están guiados por la usura ni por la prisa: en lo alto de las copas más altas, sueñan con ser águilas. Y, a ras de tierra, demuestran un interés francamente humanista por su entorno. Cerca del campus, sus movimientos se vuelven algo arrítmicos, casi atonales, como si reprodujeran la métrica de un poema de William Carlos Williams. No es para menos. Pero ya les contaré otro día. Ahora acabo de experimentar unas ganas irreprimibles de saltar a la pata coja.

lunes, 2 de enero de 2012

El beneficio del inventario

Las listas son una tontería. Y, sin embargo, es casi imposible resistirse a su encanto. Hay quienes redactan listas de la compra con espacios de indeterminación, quienes anotan escrupulosamente los propósitos que incumplirán este año y quienes transcriben, en estricto orden jerárquico, el catálogo de El Corte Inglés para los ojos inquisitivos del cartero real. Los críticos en particular, y los lectores en general, confeccionan listas de libros. Habitualmente se resisten un poco, remolonean, temen herir egos quebradizos y alimentar vanidades infundadas, pero al final acaban cediendo. Las listas resultan tan inevitables como las antologías poéticas o como el criterio generacional, y comparten las mismas trampas: solo un archilector impenitente podría conocer la centésima parte de lo que se publica, por lo que las listas están hechas a partir de jirones y retazos. Como soy renuente a las listas pero sufro las mismas tentaciones que todo hijo de vecino, me limitaré a mencionar, sin orden ni concierto, algunos libros de poemas que me han gustado este año. Me ha gustado La tierra nos agobia, porque Jorge Gimeno parece mirar lo que nadie ve y auscultar lo que nadie oye. Me ha gustado El común de los mortales, de Jorge Riechmann, porque nos muerde la conciencia hasta la médula. Me ha gustado Clandestinidad, de Antonio Jiménez Millán, porque tiene versos memorables camuflados de paisano. Me ha gustado Lenguaraz, de Erika Martínez, porque demuestra que el aforismo no siempre es más de lo mismo. Me ha gustado que Luis García Montero nos recuerde, en Un invierno propio, que el invierno es el tiempo de la meditación. Me ha gustado que Fernando Beltrán se entrometa Donde nadie me llama. Me ha gustado que Álvaro Tato le dé la vuelta al mundo en Gira. Me ha gustado que Rafael Fombellida batalle en Campo de Marte. Me ha gustado que Joaquín Pérez Azaústre se mude al barrio de la memoria en Las Ollerías. Me ha gustado que Verónica Aranda se vista de corto en Senda de sauces; que José Luis Gómez Toré y Marta Azparren se encuentren en Claroscuro del bosque; que José Gutiérrez Román pise Los pies del horizonte, y que Julio Mas Alcaraz atraviese el espejo en El niño que bebió agua de brújula. Las listas, salvo la de Schindler, no salvan a nadie. Pero ahora tengo la sensación de haber hecho los deberes.