lunes, 27 de febrero de 2012

Cosmodicciones

Con Donde nadie me llama, Fernando Beltrán (Oviedo, 1956) culmina uno de los ciclos creativos más personales y transferibles de la última poesía española. Sin embargo, el volumen no solo cierra una travesía, sino que inaugura un horizonte de expectativas sugerente y dinámico. En sus versos se dan cita las formulaciones que han definido la peripecia existencial de un personaje reconocible y los postulados estéticos de su demiurgo: la apuesta por una poesía entrometida, la presentación del sujeto como un hombre de la calle, la elección de una escritura concebida “desde la experiencia”, o el relato vital de un individuo de edad intermedia, enredado en la malla urbana de nuestros días. No obstante, más allá de las etiquetas que sancionan la singularidad lírica del autor, Donde nadie me llama supone una gozosa invitación para sumergirnos en su universo expresivo.

Fernando Beltrán nunca llama dos veces. Por el contrario, suele infiltrarse en las costuras de una realidad tenaz y esquiva, impermeable a las frases hechas y a los lugares comunes. El primer libro recogido en esta poesía (casi) completa es Aquelarre en Madrid (1983), un viaje iluminativo, alucinante y alucinado, al corazón de una ciudad en vela. Se trata de un aquelarre de intensidad plástica, pero también de un nuevo “nocturno de los avisos” que ha sustituido el fulgor de los astros por el simulacro de las luces de neón. La alquimia verbal, la mirada clandestina y la arboladura imaginística hicieron del libro el involuntario exponente de un neosurrealismo de trayectoria fugaz y desigual fortuna. Las aportaciones visionarias de Aquelarre… se sujetan a una iconografía naíf en Ojos de agua (1985), que disfraza de ingenuo deslumbramiento su indagación en los escenarios de la memoria infantil. En Gran Vía (1990), el itinerario del flâneur se proyecta sobre los perfiles transitorios de un paisaje anímico, peculiar mezcla de locus amoenus y de infierno dantesco. La compasión cívica y la compulsión visual animan la andadura de quien corre como alma que lleva El Bosco, o de quien se adentra en la jungla de asfalto sin más brújula que el instinto de aventura.

Por su parte, El gallo de Bagdad (1991) se acoge a una “gramática de urgencia” y a un discurso escueto y desolado. Bajo la conmoción colectiva de la Guerra del Golfo, Beltrán despliega una galería de secuencias cargadas de munición crítica, engañoso objetivismo y lucidez testimonial: “El enemigo / será borrado en breve / de la paz de la tierra”. Amor ciego (1994), Bar adentro (1997) y Parque de invierno (1996) ofrecen una densa cartografía de encuentros y desencuentros. En los dos primeros, el poeta reescribe los intertextos de la tradición para firmar una declaración de amor, un atlas erótico o una tregua sentimental. A su vez, en Parque de invierno, la emanación afectiva se resuelve en una sobria elegía por la muerte del padre.

En La semana fantástica (1999), los motivos habituales del autor se ensamblan con particular armonía. He aquí un caleidoscopio donde convergen las paradojas de la condición humana, las cicatrices del mundo contemporáneo y los espejismos del lenguaje. La equilibrada respiración de La semana… da paso al metaforismo expansivo de El corazón no muere (2004), una rotunda fe de vida traspasada por la conciencia de la caducidad. La recopilación actual se completa con diversos Poemas rebeldes que se amotinan contra los valores establecidos y contra los automatismos de una sociedad que tiende a transformar sus enfermedades ocasionales en males endémicos.

En definitiva, Donde nadie me llama se erige en la comprobación empírica de una intuición elocuente: la “de que el mundo no solo no está bien hecho, sino que tampoco está bien dicho”, según afirmaba Sánchez Torre en la introducción de una antología previa. Fernando Beltrán está convencido de que es necesario rebautizar la realidad, buscar el verdadero nombre de las cosas o recuperar el vínculo que nos une con “las palabras más oscuras, // lluvia, armario, buzón, / grifo, bufanda // más amadas también, // más necesarias”. Atrévanse a entrometerse y comprometerse donde nadie los llama.

(Publicado en el suplemento “Arte y Letras” del diario Información, el 23 de febrero de 2012)

lunes, 20 de febrero de 2012

La vida de los Goya

El Goya pesa. Debe de pesar lo suyo. Por eso los ganadores depositan la estatua (aquí “estatuilla” sería un eufemismo) en el atril, despliegan un papel doblado meticulosamente en cuatro partes y profieren una monótona enumeración de nombres, apellidos, familiares cercanos, parientes lejanos, amores furtivos, afinidades electivas y misterios gozosos. Los agradecimientos tienen algo de religioso: son un rosario para los ganadores y un martirio para los espectadores. Quienes pierden, amén de lidiar la faena con impasible cara de póquer, tienen que aguantar chanzas y rechiflas, reprimendas ligeras y bromas pesadas, como si fueran los pipiolos del instituto a manos de los listillos de la clase. Por supuesto, no pueden ni deben rebelarse. Hay quien hace pasar lágrimas de pesar por cómicas efusiones, quien se atrinchera en un mutismo impenetrable y quien se dedica a charlar hasta por los codos con el vecino de butaca. Hay muertes y resurrecciones: réquiems por una industria española y catarsis frente a un futuro agónico. La gala de los Goya es como la vida misma: una auténtica pesadez. Pero todos esperamos al final, a ver a quién le dan el premio.

martes, 14 de febrero de 2012

No tener que decir nunca lo siento

Si eso era amor para los protagonistas de Love Story, no cabe duda de que nuestros políticos nos aman con delirio. Es cierto que a menudo se contradicen, se desdicen, se desautomatizan y autodestruyen, pero en el fondo nos quieren. Por eso nunca, jamás de los jamases, nos pedirán perdón. Merkel adora a Grecia: ni se le ocurriría pedirles disculpas a sus peripatéticos moradores por poner el Partenón en llamas. El lampedusiano Monti quiere a los italianos, y por eso les susurra gatopardamente fragmentos del príncipe de Salina sin que se enteren: “es necesario que todo cambie para que todo siga igual”. Incluso nuestros políticos nos tienen franco aprecio, aunque seamos de naturaleza arisca y nos cueste dejarnos querer. ¿Qué mejor declaración que una amenaza de ERE colectivo sin sombra de arrepentimiento? En cuanto a Garzón, le tienen locura, frisando en la parafilia. Al final va a ser verdad que hay amores que matan.

viernes, 3 de febrero de 2012

Transparente Szymborska

Ahora que Wisława Szymborska estará escuchando a Ella Fitzgerald en el fondo del cielo, me da por pensar en el misterio de algunas escrituras cuya clave parece residir en la transparencia: no en la denotativa figuración de las palabras, sino en cierta intimidad cargada de sentidos que atraviesa la página. Ayer  leí un obituario donde comparaban el genio creativo de la autora con la inspiración germinativa de Mozart. Es cierto que la capacidad para convertir lo difícil en facilísimo está reservada para algunos taumaturgos con un oído singular. Pero me interesa más esa otra cualidad  plástica que nos muestra el interior del ser humano a una pudorosa distancia, como ocurre en los cuadros de Hopper o de Vermeer. Y ahora que Wisława Szymborska andará escondiéndole las llaves a San Pedro o jugando al escondite con Catalina la Grande, reproduzco un poema donde veía en la lechera de Vermeer el signo de una eternidad salvada de la indiscreción:


Mientras esa mujer del Rijksmuseum
con esa calma y concentración pintadas
siga vertiendo día tras día
leche de la jarra al cuenco
no merecerá el Mundo
el fin del mundo.

PD: La fatalidad del azar o los hilos del destino han hecho que la muerte de Szymborska suceda pocas semanas después de la de Carlos Pujol, otro escritor en voz baja que dedicó a Vermeer un estupendo libro de poemas titulado La pared amarilla.